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Actualizado el 21 de Marzo del 2018 (Publicado el 13 de Enero del 2018)
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70 paginas
Creado hace 19a (04/05/2004)
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Cómo construir juegos de aventura

Manuel Alfonseca

Copyright © 2001 Manuel Alfonseca

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INTRODUCCIÓN

El auge actual de los juegos de computadora es una consecuencia lógica de la aparición del

ordenador personal, y una de las causas principales de la impresionante proliferación de estas máquinas
durante la década en que vivimos. En efecto, uno de los argumentos más importantes con los que el
ordenador llega a introducirse en el hogar, es la posibilidad de utilizarlo para distraer los ratos de ocio,
jugando. Y esto no se aplica sólo a los niños y a los jóvenes, pues también las personas mayores sucumben
a menudo a la tentación de pasar algunas horas probando suerte en juegos de azar o de habilidad, o
introduciéndose en un mundo de aventuras ficticias, que les permite pasar un rato de emociones violentas
sin correr riesgos reales para su integridad física.

El número y variedad de juegos que ahora existen es enorme. Pero no es difícil clasificarlos en

unos cuantos grupos: por un lado, de acuerdo con la forma de realizarse la interacción entre la máquina y
el jugador, podemos dividirlos en juegos gráficos (es decir, basados en la presentación de imágenes) o
discursivos (que se desarrollan a través de un diálogo entre el jugador y el ordenador). Por otra parte, de
acuerdo con el tema del juego, podemos distinguir los siguientes grupos:

1. Juegos inteligentes. Muchos de ellos son clásicos: el ajedrez, las damas, el chaquete o "backgammon",

el "go", el "nim", el "awari", las tres en raya, el "mastermind". Otros son más recientes, como el
"hexapawn", inventado por Martin Gardner en 1962.

2. Juegos de azar. Pueden ser juegos de cartas simulados, como el póquer o el "blackjack", versión inglesa

de las siete y media, o bien juegos de casino, como la ruleta, los dados o las máquinas tragaperras.

3. Juegos de habilidad, que exigen que el jugador desarrolle una técnica especial, normalmente en el uso

de los dedos para presionar ciertas teclas. Los más conocidos son las diversas versiones de
"comecocos". También son curiosas las simulaciones de deportes, como el golf, el decatlón, el tenis
normal o de mesa, etcétera. Muchos de estos juegos utilizan al máximo las posibilidades gráficas de los
ordenadores personales, y son verdaderamente espectaculares.

4. Juegos educativos, cuyo objetivo es conseguir que el jugador aprenda algo. Pueden clasificarse, a su
vez, en juegos de preguntas y respuestas (como los que permiten practicar operaciones aritméticas, o
los que examinan los conocimientos del jugador sobre temas de literatura, geografía, historia, etcétera);
juegos de adivinar (números, letras, palabras, como el famoso "ahorcado"); y juegos de simulación, que
se utilizan también en situaciones reales, como los simuladores de vuelo de las academias de pilotos,
los simuladores de conducción de submarinos, y otros. Mención especial merecen los simuladores de
procesos sociales (como "Hammurabi") que ponen al jugador al frente de un país y le obligan a darse
cuenta, a través de las consecuencias de sus actos, de la increíble complicación e interrelación de
nuestras sociedades.

5. Finalmente, y éste es el objeto de este libro, los juegos de aventura, de los que existen varias familias

(aunque algunos pueden pertenecer a dos clases a la vez): simuladores de combate; aventuras espaciales
(como el "desembarco lunar" o los juegos de la familia "star trek", basados en una conocida serie de
televisión); por último, juegos de búsqueda de tesoros, de ambiente medieval, en los que el jugador
debe "explorar" un territorio desconocido, vencer las dificultades que encuentre a su paso, apoderarse
de los objetos que descubra, y vencer a los enemigos más o menos fabulosos (dragones, brujas,
vampiros, fieras, centauros, etcétera, etcétera) que le atacan. En los juegos más complejos de este tipo,
estos enemigos pueden ser móviles. Además, cada uno de los objetos tiene una utilidad determinada:
existen alimentos, armas, encantamientos, pócimas que se pueden beber y producen diversos efectos, y
así sucesivamente.

El deseo de aventuras parece ser natural en el hombre. Además, se trata de uno de nuestros
impulsos más importantes, pues es una de las causas principales de que nos sintamos empujados a
investigar el ambiente que nos rodea, y a no cejar hasta dominarlo en lo posible. Es decir, que la evolución
cultural y los avances científicos de los que estamos tan orgullosos, se deben, en parte no pequeña, a
nuestras tendencias aventureras.

El hombre primitivo compartía, evidentemente, este tipo de impulsos (pues, en caso contrario,

jamás habría surgido la civilización), pero a él no le faltaban ocasiones de ponerlo en práctica: su vida era
una lucha continua contra un ambiente hostil. Sin embargo, con la Revolución Neolítica, que tuvo lugar

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hace unos ocho o diez mil años, las circunstancias cambiaron. A partir de la invención de la Agricultura, la
sociedad humana se especializó. En efecto: con las nuevas técnicas agrícolas, un hombre solo era capaz de
producir alimentos para gran número de personas, lo que hacía innecesario que todas ellas se dedicaran al
mismo oficio. Algunos, por tanto, inventaron la cerámica y cambiaban los productos de su arte por los
alimentos que le sobraban al agricultor. Otros, los más fuertes, le ofrecieron sus servicios a cambio de
comida para defenderle de los ataques de vecinos envidiosos. Unos pocos construían instrumentos de
labranza o armas de guerra, y aprendieron a obtener y trabajar los metales.

La abundancia de alimentos provocada por la nueva situación dio lugar a un aumento rápido de la

población. Las antiguas tribus, formadas por algunas decenas de individuos que controlaban un territorio
relativamente vasto, se vieron suplantadas por la acumulación de gran número de personas en un espacio
reducido. El estilo de vida y de vivienda cambió también, y surgió la ciudad.

Con la aparición de la civilización urbana, el hombre común encontró menos posibilidades para

satisfacer su impulso de aventuras. Es verdad que las catástrofes naturales (inundaciones, erupciones
volcánicas, terremotos, desprendimientos de tierra) seguían existiendo. Además, las catástrofes humanas
(invasiones de pueblos vecinos, guerras de conquista) eran ahora incomparablemente más violentas que en
la antigüedad, pues afectaban a un número mucho mayor de personas. Sin embargo, se trataba de sucesos
cuya frecuencia no era grande. No era probable que una de estas catástrofes afectara a un ser humano más
de una vez en la vida, excepto en el caso de que perteneciera a la casta militar, que tenía la guerra como
profesión y medio de vida. Había también algunas personas (los comerciantes y buscadores de fortuna) que
a menudo realizaban largos viajes, conocían países lejanos y encontraban aventuras sin cuento a su paso,
pero fueron siempre muy pocos. En consecuencia, la inmensa mayor parte de la población hubo de
buscarse otros medios de satisfacer su deseo de emociones. Y, puesto que ellos no podían vivirlas, se
conformaron con el sucedáneo de gozarlas vicariamente, escuchando las aventuras de los demás.

De siempre se sabe que la llegada de un viajero que viene de lejanas tierras despierta la atención

de todos, y congrega en derredor suyo a viejos y jóvenes, que desean oir sus relatos. O, al menos, así
sucedía antes de que el impresionante desarrollo moderno de las comunicaciones y la facilidad de viajar de
que hoy disfrutamos eliminaran para siempre el misterio de los países extranjeros y exóticos.

Había también otros medios: las historias y aventuras no tenían necesariamente que ser verídicas.

Y así surgieron por doquier hombres que se especializaban en contar y cantar las hazañas de los grandes
héroes del pasado reciente, lejano o ficticio, hazañas que se iban adornando al pasar de boca en boca y que,
si tenían una base real, acababan por parecerse muy poco a lo que en verdad había sucedido. Los cantores,
los juglares, desempeñaron un papel muy importante en una sociedad humana cuyos miembros habían
perdido la posibilidad de vivir sus propias emociones.

Pero los relatos de los cantores tenían una duración muy breve. Tan sólo podía disfrutarse de
ellos durante la actuación de su autor o, como mucho, entre las nebulosidades de la memoria. Con la
invención de la escritura, que tuvo lugar hace unos cinco mil años, fue posible conservarlos y releerlos a
placer. Y algunos de ellos llegaron a convertirse en obras maestras de la literatura universal: el poema de
Gilgamesh, la historia de Sinuhé el egipcio y de Simbad el marino, la Ilíada, la Odisea...

Es verdad que la posibilidad de leer quedó fuera del alcance de la mayoría de las personas durante

miles de años, pero al menos la forma de las grandes obras quedó fija y pudo conservarse para deleite de
generaciones futuras. Y a partir de la invención de la imprenta en el siglo XI en China, y en el XV en la
civilización occidental, junto con la extensión creciente de la educación básica, el número de lectores en
potencia se multiplicó. La lectura directa de las aventuras y hazañas de los demás se convirtió, por tanto, en
la forma principal de satisfacer nuestro deseo de emociones. No es extraño, por consiguiente, que el siglo
XVI sea precisamente (en Occidente) la época en que comienza a proliferar un nuevo género literario, la
novela, que se dirige especialmente a cumplir ese papel.

En los últimos siglos hemos sido testigos de una nueva revolución social, comparable a la

provocada por la invención de la Agricultura. La revolución industrial ha aumentado otra vez
extraordinariamente los recursos humanos, provocando en consecuencia un nuevo
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